Mientras dormitaba un poco, antes de almorzar, el dolor sordo en mi oído me recordó a Van Gogh. Pensé en los amarillos verdeazulados de sus obras y su estilo inconfundible. Lo busqué con la mirada en el libro postimpresionista que duerme en mi biblioteca.
De pronto, de un salto, fue a sentarse junto a la ventana donde aguardaba el atril con el lienzo en blanco. A una velocidad asombrosa mezcló algunos colores en su paleta y comenzó a pintar frenéticamente.
- Tengo que apurarme, solo tengo cinco minutos antes de que se note el cambio de la luz – ¿Me hablaba a mí? – El paisaje agreste de esta comarca nunca volverá a ser el mismo y yo tengo que conservarlo, para cuando lleguen mis días sin sol – Yo lo observaba de espaldas, movía incansablemente las manos. Cuando tuve la certeza de estar soñando, dio media vuelta y sus ojos azules, profundísimos, buscaron mi aprobación - ¡¿Por favor?Ya estaba por contestarle cuando una mujer irrumpió en la habitación:
- Cinco minutos para almorzar Anita… pero… ¡pero mira que cuadro más bonito has pintado! ¿Qué es, el jardín de tu casa?
- C’est Arlés, madame!
- Ah, claro, sí. Bueno, déjalo allí y cuando vengan tus nietos les pides que te lo cuelguen, así alegras un poco estas paredes. Ahora apúrate que ya están todos en el comedor.
Ya sé que no puedo explicarles nada. Me tomarían por loca.
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